Las palabras son señoritas siniestras tomadas de las manos.
A veces sonríen; otras, guardan una sentencia entre las falanges, y cuando es preciso, liberan su poder como un silbido que modifica la simetría de su ronda; la velocidad del vaivén, el quisiera del resto de la tarde como un absoluto o una yema prolífera que antecede el alcance de la mirada.
Las palabras son paseos por nuestros géneros sobrantes.
Cuando decidimos exhumar sus estallidos secuenciales, una cuenca de agua nos agita, y ese telar se nos ancla en los posibles fundamentos de su urdiembre.
Las palabras y el agua nos deslizan
por el furtivo azul
de un cuarto que cede al rencor de la fisura.