12 de julio de 2008

Cuando resolví llamarte Principito Azul me prometí surcar el vaivén de tu boca, tan infinitamente para mí, como ese millón de estrellas; rémoras macizas urdiendo el paso, ese escozor tibiamente dispuesto entre la axila y la ingle; y tu sonrisa, esquiva como la avidez de tu ojo.

Hemos dispuesto una colcha para enrollarnos imitando cardúmenes en fiesta.

El nado es una porción de hojuelas desde la estrechez inhumana de los cuerpos. Tú y yo simplemente flotamos en la humedad que nos nace desde la lengua al lagrimal, y luego el musgo escuálido de fantasías que se adquiere a sí mismo como onomatopeya para nombrarnos.

Estoy anclada en mitad de tu enunciado. Cada fragmento de tu voz viene a unirse a mi noción de océano. Hay acantilados que consiguen darnos forma, pero luego, en la textura de las manos, un naipe de corales juega a merced del verbo.

Esta noche navegamos
por una tintura que no es luz,
sino el juego azaroso
de la desvergüenza.

(Ven,
enséñame cuán ilusoria
es la fábula del miedo).

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